Estamos ante una obra audaz, que sorprende por su originalidad. Texto inclasificable dentro de la literatura que es, por momentos, un cuadro, una melodía o un cómic pero, siempre, una escultura. Tal vez por esto último, y por nuestra necesidad de encasillar para entender, le acomodemos más cerca de la poesía que de ningún otro género.

El autor nos hace partícipes de un juego; arrastrados por la riqueza de las palabras nos obliga a volver atrás la mirada para releer descubriendo nuevos matices, a veces con sentidos muy distintos, en lo que es una lectura muy íntima y, sin duda, inacabable.

Nos fuerza a elegir entre dos finales pero ninguna de las alternativas ofrece solución: elegir es absurdo porque en realidad no hay elección y, cuando no lo hacemos, descubrimos que, según el elegido, todo el contenido cambia.

En cada lectura aparece algo diferente, encontramos otra visión, nos sorprenden nuevas interpretaciones. La contradicción aparente de sus líneas no hace sino conferir fuerza y expresividad al texto. Nos arranca de nuestros convencionales pensamientos con una chocante e irónica inversión del sentido común. No se puede decir más con menos palabras.

Unas veces con la contundencia de un grito, otras con la fuerza de una pintura expresionista, otras con la sutileza de un susurro y algunas otras con el sentimiento de vacío de una sugerencia cuántica, su lectura nunca nos deja indiferente.

Cualquier capítulo, cualquier párrafo justifica esta sorprendente obra: original, brillante, creativa, atrevida y, desde luego, intraducible.