Alejandrina es quizá la única femme fatale que detesta la música por su empleo en la alienación del individuo, pero no le importa bailar en congales con sus camaradas revolucionarios, oficialistas, no radicales, que con el paso del tiempo, es decir, con la madurez o el envejecimiento desembocan en los puestos universitarios, políticos y empresariales, «traicionando sus ideales» en busca de ser el pez grande dentro de la pecera chica. Novela de formación que conjuga la vida personal con el relato de una pasión, y la militancia de izquierda con la inserción en un sistema que de principio se desaprueba, cuando el rechazo es mutuo, hasta que el juego de la política toma lugar al asentarse las aguas. Alejandrina y los peces es también una novela de ideas, pero sobre todo, una novela del lenguaje: con su réplica del habla coloquial, la sintaxis juguetona de sus personajes se encabalga con las tesis que sostienen en el Partido Comunista (pece) y en los debates informales de pláticas en Guadalajara y sus barrios: de Providencia a San Juan de Dios, y en Aticama, adonde llega un exilio apacible.