Que difícil, a estas alturas de mi vida, se me hace ocultar que he pasado toda mi existencia entregado en cuerpo y alma a la tarea de combatir. De niño, por si algunos aún desconocen de ello, combatí contra el ejército de fantasmas que, noche tras noche, acudían a perturbar la paz y el sosiego del humilde espacio que tenía por habitación, cuando todo él era un almacén de trastos en desuso. De adolescente, lo hice contra aquellos mayores que, de manera insistente, pretendían, con la continuidad de sus ataques, inculcarme sus ideas a fuerza de insultos, castigos, golpes y maltratos. De joven, lo hice contra todos aquellos que tuvieron la osadía de intentar marcarme una ruta, con la cual tuvieran siempre el control de mis palabras, pensamientos y actos. De mayor, lo hice contra aquellos que, bajo el disfraz de lo político, lo sindical, lo religioso, y hasta lo social, quisieron mutilar mis ansias de libertad. De adulto entrado en años, y porque ese era el papel que el destino me tenía asignado, le planté combate a la naturaleza, sin por ello sentir miedo a perder la vida. Y ahora, cuando la vejez ha fijado residencia por los rincones existentes de mi cuerpo mortal, pero no así en la solidez de la sobrenatural estructura que da vida propia al tejido de inmortalidad que reviste mi alma, combato contra aquellos que, escondidos tras la deslucida imagen de una rosa, intentaron, en su día, romper la punta del lápiz que aún sigo utilizando para cumplir con mi oficio de escritor. Ahora bien, y esto que quede en claro: jamás y nunca combatiré contra Dios, porque él es la fuente inspiradora, de todos y cada uno de mis combates.