“Para ser poeta hay que tener mucho tiempo: / horas y horas de soledad son el único modo / para que se forme algo, que es fuerza, abandono, / vicio, libertad, para dar estilo al caos”. Así dice Pier Paolo Pasolini en su poema “Al Príncipe”, un canto que me vuelve a cada rato leyendo el libro de Edgardo.
¿Cuántas noches caben en estas páginas? ¿Diez? ¿Cien? ¿Mil? ¿Qué persiguen? ¿Qué desnudan? El placer de la carne, lo sucio, el encuentro, la fugacidad: lo precioso y preciso del instante imperecedero. Todas estas noches confluyen en una sola, una gran gira infinita, habitada por seres tiernos, patéticos, desenfrenados, que se acompañan amorosamente, en un sentido puro y concreto, dando y recibiendo, drogándose y convidando, cogiendo y chupando. Desconociéndose en todas las formas de la conversación. Porque la noche, como la soledad, se hace con otros… las Valerias, los Tucus, los Thiagos, las Nurias, sus conchas, sus pijas, sus tetas, sus culos, sus bocas y sus almas.
Edgardo escribe (filma, baila) poniendo el cuerpo, por eso sacude, por eso conmueve. En estos relatos (¿crónicas? ¿desboques? ¿exorcismos?) la palabra no está exhibida: es un fluido más que corre de acá para allá, que pasa de sexo en sexo, de antro en antro, de mirada en mirada, entre la nada más banal y lo más misterioso del universo.
Para vivir Como en la noche “hay que tener mucho tiempo: / horas y horas de soledad...”. Y la soledad… la soledad también puede ser una fiesta.
Iosi Havilio