Cuando anochece en la selva, a lo largo del antiguo valle del Guaymí, las voces de los antepasados escapan a la prisión del tiempo y nos cuentan sus secretos. Allí permanecen los gritos de guerra de los indígenas, las últimas instrucciones de sus caciques para esconder el oro, los chiflidos de las brujas, el llanto de la Tulivieja, el chapoteo de las tres hermanas que se ahogaron en el río Risacua, el estrépito de la carreta fantasma, los pasos del Cadejo y de tantas otras criaturas infernales que llenaron las noches chiricanas y ahora creemos son solo fábulas. Pero ¿a quién no se le ha aparecido al borde de la carretera una extraña mujer sin rostro que lo persigue?, ¿quién no ha escuchado chillidos escalofriantes y desconocidos?, ¿quién no ha sido visitado en sueños?, ¿quién puede asegurar que los duendes no existen, ni los espíritus? Los monstruos serán inmortales mientras pervivan en nuestra memoria y paseen por los senderos infinitos de la imaginación. Pese a la luz eléctrica, que los espanta y nos permite vivir sin miedo, seguimos rodeados por ellos, pero han aprendido a usar otro rostro, y otros modales. A veces no los sabemos reconocer.