Primero hay que quitar las capas superficiales, las que no aportan nada sustancial al condimento: exclamaciones retóricas, rasgado de vestiduras, luceros del alba, sentimientos impostados y otras naturalezas inanes. Para llegar al centro donde reside el alma acre de la cebolla o el numen inspirador del texto es necesario desechar todo lo que distraiga de ese objetivo y quedarse tan sólo con lo que conduzca hasta él: con la voluntad de estilo que informa el aleteo contenido de las libélulas, con los instantes de eternidad que despuntan como flores efímeras en el erial agónico que nos circunda y del que somos parte, con las palabras diamantinas que definen con relativa precisión las grandes y pequeñas pasiones que inspiran el alma desvalida de los hombres. No es fácil y rara vez se logra en esta tarea conseguir algo parecido a la perfección, pero ahí está esa meta difuminada e imprecisa, que se aleja a medida que caminamos hacia ella con nuestro ajuar a cuestas como el caracol… Escribir un artículo es como pelar una cebolla y hay que procurar siempre que las lágrimas (o la bilis, según el tema) no nos emborronen demasiado el texto.