Las horas peores del largo viaje que Gregorio García hizo en ferrocarril
desde la capital de la provincia donde su familia vivía hasta
la capital del reino, fueron las de la madrugada, en las que, a pesar del
agotamiento físico extremo que sufría, no podía dormir.
Comprobó que allí, en aquel vagón de ferrocarril de segunda clase
y en un viaje de tantas horas, la existencia tenía unas características
muy distintas a las del bienestar en el que quería vivir permanentemente.
Intentó acogerse al sueño en todas las posturas imaginables, pero
los resultados fueron negativos, pues no consiguió dar ni una cabezada.
Terminó desvelado y se metió en pensamientos enrevesados para justificar
y superar aquella realidad transitoria, tan contraria a sus deseos, e
intentar descansar. El último refugio del chico fue pensar que, cuando
pasaran unas horas, se situaría en una realidad nueva en la que no estaba
dispuesto a correr el riesgo de sufrir otras vivencias tan desagradables
como la de pasar una noche entera en un vagón de ferrocarril de segunda
clase.