La ausencia de un ser querido, no siempre significa vacío y oscuridad, sino que también puede tornarse en presencia luminosa. A lo largo de nuestra existencia, ciertas personas jalonan la misma, señalándonos el camino recorrido o por andar. Algunos de los que ya no están, nos dan un testimonio silencioso, a la par que elocuente. Evocan un tiempo en el que compartimos nuestros pasos con ellos, risas, sueños, pesares. También nos hablan de nosotros, cuando fuimos otros; aquellos que contenemos para siempre y conforman nuestro ser más plural. Como si fuéramos muñecas rusas de carne y hueso. Para mí, la poesía representa entre otras cosas un revelador, como el fuego con la tinta simpática. Hurga y va a rebuscar detrás de las palabras y sus apariencias, lo que le falta a la realidad, para que sea completamente..., real. Vestida de emoción, erotismo o melancolía, su mirada nos lleva al misterio de la ausencia, y nos hace viajar por su otra vertiente. Porque los ojos de la poesía son dos lunas, con sendas caras ocultas. De ahí que a veces, la no presencia de un ser querido, llevado hasta los territorios del silencio por un amor imposible, la lejanía o la muerte, brille en nosotros con luz negra.