La adolescencia del joven David se complica: su padre, que hasta hace poco vestía con traje y corbata, se afeita la cabeza para hacerse apóstol del primer maestro budista zen del país. Son los años ochenta y el zen todavía no se ha convertido en una afable receta oriental de bienestar interno, ofertada en la sección de libros de autoayuda de las grandes superficies comerciales. El joven David pasa del desconcierto y la angustia iniciales, a advertir las fragilidades, pequeñas miserias y tartufismo espiritual de un excéntrico colectivo.
A su modo, el relato retoma la ilustre tradición del modelo narrativo evangélico. Aunque en este caso, no se trata de un evangelio según un apóstol, sino conforme a la mirada —incrédula e irónica— del hijo de un apóstol.